DIVERSIDAD ÉTNICA Y EXCLUSIÓN: LA AGENDA PENDIENTE *
1.- Planteamiento del problema.
¿Qué lugar ocupa el tema de la etnicidad en la construcción de la identidad política de
los peruanos? ¿Qué peso específico tiene lo étnico - cultural en la vasta y profunda
experiencia de la exclusión social que ha afrontado el Perú a lo largo de su historia? El
Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ha mostrado con
claridad cómo el “Perú oficial” – en lo fundamental, urbano, hispanohablante y criollo –
reaccionó con indiferencia, tanto desde las instituciones del Estado como desde la
sociedad misma, frente al escándalo de la violencia subversiva y represiva mientras las
víctimas del conflicto fuesen campesinos o comuneros provincianos, habitantes del ande
o la amazonía. No se reparaba en la muerte o la desaparición de quienes apenas se sabía
que existían. Como ha indicado con amargura Primitivo Quispe en una de las audiencias
públicas de la CVR, ellos fueron tratados como habitantes de “pueblos ajenos dentro del
Perú”(CVR, Audiencia Pública de Ayacucho, 8 de abril de 2002. )
En efecto, cuando el escenario de la violencia se extendió hacia las ciudades, los
pobladores de los sectores urbanos no se sintieron involucrados con la escalada del
conflicto ni asumieron alguna clase de compromiso con las víctimas. El caso del
atentado de la calle Tarata – en pleno distrito de Miraflores – es emblemático en este
respecto. La compleja recepción del conflicto armado interno ponía de manifiesto las
profundas divisiones y fracturas que padecía y aun padece el país. La población de las
grandes ciudades encontraba enormes dificultades para reconocer en las víctimas
campesinas a compatriotas y conciudadanos, miembros de una misma comunidad,
actores de una misma historia. La percepción de las diferencias raciales y culturales, así
como las desigualdades sociales, impedían (e impiden hoy) a los habitantes de los
centros económicos y políticos del Perú ampliar los vínculos de compromiso y
pertenencia social. Naturalmente, los organismos del Estado e instituciones sociales, así
como los medios de comunicación, hacían hecho (y hacen) eco de esta actitud.
1.- Planteamiento del problema.
¿Qué lugar ocupa el tema de la etnicidad en la construcción de la identidad política de
los peruanos? ¿Qué peso específico tiene lo étnico - cultural en la vasta y profunda
experiencia de la exclusión social que ha afrontado el Perú a lo largo de su historia? El
Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ha mostrado con
claridad cómo el “Perú oficial” – en lo fundamental, urbano, hispanohablante y criollo –
reaccionó con indiferencia, tanto desde las instituciones del Estado como desde la
sociedad misma, frente al escándalo de la violencia subversiva y represiva mientras las
víctimas del conflicto fuesen campesinos o comuneros provincianos, habitantes del ande
o la amazonía. No se reparaba en la muerte o la desaparición de quienes apenas se sabía
que existían. Como ha indicado con amargura Primitivo Quispe en una de las audiencias
públicas de la CVR, ellos fueron tratados como habitantes de “pueblos ajenos dentro del
Perú”(CVR, Audiencia Pública de Ayacucho, 8 de abril de 2002. )
En efecto, cuando el escenario de la violencia se extendió hacia las ciudades, los
pobladores de los sectores urbanos no se sintieron involucrados con la escalada del
conflicto ni asumieron alguna clase de compromiso con las víctimas. El caso del
atentado de la calle Tarata – en pleno distrito de Miraflores – es emblemático en este
respecto. La compleja recepción del conflicto armado interno ponía de manifiesto las
profundas divisiones y fracturas que padecía y aun padece el país. La población de las
grandes ciudades encontraba enormes dificultades para reconocer en las víctimas
campesinas a compatriotas y conciudadanos, miembros de una misma comunidad,
actores de una misma historia. La percepción de las diferencias raciales y culturales, así
como las desigualdades sociales, impedían (e impiden hoy) a los habitantes de los
centros económicos y políticos del Perú ampliar los vínculos de compromiso y
pertenencia social. Naturalmente, los organismos del Estado e instituciones sociales, así
como los medios de comunicación, hacían hecho (y hacen) eco de esta actitud.
Incluso cuando el conflicto armado arremetió con fuerza en el corazón de las
principales ciudades a finales de la década del 80 y a inicios de la del 90, fue
difícil unificar las experiencias y la memoria de mundos tan distintos, a un
punto tal que las figuras emblemáticas de las víctimas del conflicto hasta
entonces cambiaron repentinamente de color de piel, idioma y lugar de
residencia cuando aparecieron en las pantallas de televisión.
(CVR, Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación Lima, UNMSM – PUCP 2003 p. 228.)
Esta postura presupone un juicio negativo frente a las diferencias étnico – culturales que
ha acompañado nuestras políticas públicas desde los inicios de la época republicana. No
sólo evoca el problema del racismo, y la peculiar herencia colonial que entraña en
nuestras relaciones sociales, incluso las que urdimos en la vida cotidiana. Nos remite a una ideología que considera la diversidad cultural como un obstáculo para el progreso de una sociedad. Esta tesis no es sólo común a la mentalidad conservadora, que en la
obra de Riva-Agüero y Belaúnde apelaba al “mestizaje” y a la construcción de una
“síntesis viviente” (unidad mediada entre la ‘materia’ indígena y la ‘forma’ hispánica)
con el ánimo de fundir las diferencias en la “unidad superior” de una cultura
homogénea: las posiciones académicas de los intelectuales “progresistas” abogaban por
una “identidad nacional” que elevase las diferencias hacia un ideal cultural movilizador
de corte unitario. Incluso la remisión del problema del indio al problema de la tierra en
el pensamiento de Mariátegui ponía de manifiesto el valor relativo de las categorías
étnicas y culturales en el proyecto socialista, fundamentalmente económico y social.
Fue el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso la organización que reconoció
en la matriz cultural de las identidades su mayor escollo ideológico. Las masacres
perpetradas en contra de los asháninkas – por citar tan sólo un ejemplo – estaban
dirigidas a reprimir y desaparecer comunidades que recurrían a la pertenencia cultural, y
no a la “clase” como elemento constitutivo de su identidad colectiva. Carlos Iván
Degregori ha señalado con agudeza hasta qué punto la más radical incapacidad de
Sendero Luminoso para entender la relevancia de las identidades culturales en la vida de
los pueblos del Perú constituyó uno de los factores decisivos de su fracaso como
proyecto político y militar:
Esta postura presupone un juicio negativo frente a las diferencias étnico – culturales que
ha acompañado nuestras políticas públicas desde los inicios de la época republicana. No
sólo evoca el problema del racismo, y la peculiar herencia colonial que entraña en
nuestras relaciones sociales, incluso las que urdimos en la vida cotidiana. Nos remite a una ideología que considera la diversidad cultural como un obstáculo para el progreso de una sociedad. Esta tesis no es sólo común a la mentalidad conservadora, que en la
obra de Riva-Agüero y Belaúnde apelaba al “mestizaje” y a la construcción de una
“síntesis viviente” (unidad mediada entre la ‘materia’ indígena y la ‘forma’ hispánica)
con el ánimo de fundir las diferencias en la “unidad superior” de una cultura
homogénea: las posiciones académicas de los intelectuales “progresistas” abogaban por
una “identidad nacional” que elevase las diferencias hacia un ideal cultural movilizador
de corte unitario. Incluso la remisión del problema del indio al problema de la tierra en
el pensamiento de Mariátegui ponía de manifiesto el valor relativo de las categorías
étnicas y culturales en el proyecto socialista, fundamentalmente económico y social.
Fue el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso la organización que reconoció
en la matriz cultural de las identidades su mayor escollo ideológico. Las masacres
perpetradas en contra de los asháninkas – por citar tan sólo un ejemplo – estaban
dirigidas a reprimir y desaparecer comunidades que recurrían a la pertenencia cultural, y
no a la “clase” como elemento constitutivo de su identidad colectiva. Carlos Iván
Degregori ha señalado con agudeza hasta qué punto la más radical incapacidad de
Sendero Luminoso para entender la relevancia de las identidades culturales en la vida de
los pueblos del Perú constituyó uno de los factores decisivos de su fracaso como
proyecto político y militar:
Si por algún desastre cósmico desapareciera la vida en la tierra y mucho
después alguna expedición extraterrestre comenzara a buscar evidencias
sobre la tierra y excavando encontrara documentos de Sendero Luminoso, al
leerlos con ayuda de alguna máquina traductora pensaría que este país era tan
homogéneo como Islandia y Japón porque no existe ni una sola línea en los
documentos oficiales de Sendero Luminoso que hable sobre las diferencias
étnicas, lingüísticas o culturales en general, que constituyen un problema y
posibilidad en el país. Considero que esa ceguera ante la diversidad cultural
fue una de las causas de la derrota de Sendero Luminoso, que terminó
reprimiendo a las costumbres “atrasadas” de los campesinos quechuas,
aymaras o de los asháninkas y otros pueblos amazónicos a los que
supuestamente quería representar.
Pero éste no fue sólo un problema de SL. Muchos de nosotros mismos, si
bien reconocemos la diversidad cultural, étnica y racial porque nos la
cruzamos en las calles, o en nuestra propia casa, o en nuestro propio cuerpo,
tenemos dificultades para aceptarla como positiva. (Degregori, Carlos Iván “Perú: Identidad, nación y diversidad cultural” en: Heise María (ed) Interculturalidad. Programa FORTE-PE/ Ministerio de Educación: Lima,2001 Lima pp 88 – 89. )
En la década de los 90s, el discurso acerca del “fin de las ideologías” vinculado al
derrumbe del bloque del Este y a la autoproclamación del neoliberalismo como
“pensamiento único” en lo político trajo consigo una nueva versión del rechazo de la
presencia de las identidades étnico-culturales en el bosquejo sociopolítico de las
sociedades. En nuestro medio, esta posición se fortaleció con el discurso
“modernizante” de Mario Vargas Llosa en la campaña electoral de 1990, que introducía
la promoción del libre mercado como el elemento sustancial del camino de las naciones
hacia el logro del bienestar y la libertad. El factor “cultura” y “etnia” no constituían
elementos relevantes para la construcción de una identidad social o política; antes bien,
podían constituir ataduras humanas que sumergen a los pueblos en las “tradiciones
premodernas”, de carácter colectivista y oscurantista. Para el discurso neoliberal, el individuo es fundamentalmente un agente económico y, en sus relaciones con el Estado, un contribuyente, o acaso un ciudadano (es decir, titular de derechos eminentemente
subjetivos).
El anhelo de una cultura homogénea y la valoración negativa de la diversidad étnica
pueden transitar otras vías hoy, en tiempos en que los estudios sobre el
“multiculturalismo” y las “políticas de la diferencia” se han puesto en boga en las áreas
de políticas públicas y en los centros de investigación social. Resulta claro que en
sociedades postcoloniales como las latinoamericanas, las formas de exclusión
socioeconómica suelen mezclarse con fenómenos de discriminación racial y cultural: el
hecho que, por ejemplo, el castellano sea la lengua ‘dominante’ en toda clase de
trámites legales o administrativos en las esferas del Estado y en los fueros del sector
privado tiene como consecuencia que los habitantes de las zonas andina, altiplánica y
amazónica no solamente aprendan necesariamente el español, sino que abandonen por la
fuerza de la necesidad las prácticas y tradiciones de sus ancestros (o que los condenen a
la clandestinidad), o que eduquen a sus hijos en el desarraigo.
En un contexto como éste, las identidades étnicas y culturales han sido asumidas por
sectores sociales en situación de exclusión como estandartes de combate, como
instrumentos de liberación social y política. La vindicación étnica puede convertirse en
un credo defensivo, en un discurso ideológico cuyos propósitos políticos pueden oscilar
entre la lucha por la inclusión política y el reconocimiento de sus derechos colectivos
ante el poder político central, y las demandas radicales de autonomía política, incluso de
carácter separatista. Las situaciones de violencia e inestabilidad política en Ecuador y
Bolivia en los últimos tiempos apuntan – sobre todo en el caso boliviano – hacia el
segundo escenario: la afirmación de los movimientos indígenas y su curiosa alianza
estratégica con los sectores cocaleros ya ha configurado en la política una posición
ideológicamente “dura” en materia cultural. El discurso suele ser siempre, como
señalábamos, de resistencia: alude por lo general a la opresión de tales grupos culturales
de parte de las ‘clases dirigentes’ (criollas e hispanohablantes) cuya política, por lo
general, viene siendo dictada por “potencias extranjeras” que tienen sus intereses
puestos en la explotación de los recursos naturales del lugar. Fuera de lo simplificador e
hiperbólico de este discurso – aunque las denuncias relativas al centralismo y la
dependencia de los gobiernos no yerren del todo en el blanco – este es un fenómeno que
ya la teoría política ha investigado, en América del Sur y en otras zonas del planeta.
David Miller, profesor del Nulfield Colledge de Oxford y célebre estudioso del
problema de las nacionalidades, ha sostenido lo siguiente:
Cuando un grupo étnico siente que su identidad está amenazada o que son
rechazadas sus aspiraciones políticas legítimas, sería muy sorprendente que
no empezara a verse a sí mismo como una nación y a expresar sus
aspiraciones en términos nacionalistas (Miller, David De la nacionalidad Barcelona, Paidós 1997 p. 36.)
La cuestión crucial aquí es, obviamente, determinar si las aspiraciones políticas de estos
movimientos son “legítimas”, y, más en concreto, si estas convergen o no con los
principios democráticos. En más de un sentido, la razón que ha nos convoca a este foro
en Cuzco. Sabemos que existen grupos indígenas que plantean cuestiones vinculadas al
reconocimiento de sus identidades y acceso a la justicia y a los derechos ciudadanos en
el contexto democrático; sabemos que otros movimientos ensayan la vía autoritaria.
Debemos preguntarnos también porqué en el Perú no han prosperado – a diferencia de
Ecuador y Bolivia – esta clase de proyectos políticos de reivindicación étnica. El tema
étnico fue abordado tardíamente en el caso Ilave (originalmente se trataba de una
acusación de presunta corrupción en el municipio, que acabó con la ejecución
extrajudicial del alcalde), no sin la “complicidad teórica” de ciertos científicos sociales.
El movimiento etnocacerista de la familia Humala ha destacado el tema racial como
parte del núcleo de su discurso ideológico, que combina simbología de corte totalitario
(que incluye, por ejemplo, cóndores imperiales con reminiscencias fascistas) y una serie
de propuestas claramente totalitarias, incluyendo los juicios sumarios y el fusilamiento
público de buena parte de la “clase política peruana”. El surgimiento de este tipo de
movimientos políticos antidemocráticos, su recurso a categorías étnicas como estandarte
de combate, así como su disposición a capitalizar el descontento social respecto de los
partidos, hace necesaria la discusión rigurosa acerca del lugar de lo étnico y lo cultural
en la reflexión sobre la política peruana.
2.- El foro de Cuzco.
Los días 11 y 12 de Agosto se realizó en el Cuzco el Foro Público “Diversidad étnica y
exclusión: la agenda pendiente”, organizado por el Instituto de Democracia y Derechos
Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú, con el apoyo de la Universidad
Nacional San Antonio de Abad del Cuzco, el Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD) y el auspicio de la Agencia Sueca de Cooperación Internacional
para el Desarrollo (ASDI). El foro convocó a una serie de especialistas en el campo de
las ciencias sociales y a líderes regionales con el objetivo de discutir las consecuencias
políticas de la exclusión étnica en el contexto de los procesos de reconstrucción
democrática en el Perú.
2.1.- Los rostros de la exclusión.
El punto de partida de casi todas las ponencias ha sido la constatación del hecho de la
exclusión social. Las zonas rurales del país padecen sistemáticamente el abandono de
parte del Estado, de modo que sus pobladores carecen de los medios para obtener los
documentos de identidad, tener acceso a la justicia o a la información y tener la
oportunidad de participar en la esfera pública: todos los elementos constitutivos de la
ciudadanía le son negados en el plano de los hechos. El habitante del ande y la selva –
étnicamente reconocible por quienes detentan el poder - se torna prácticamente invisible
para el “Perú oficial”.
En lo económico, los habitantes de las zonas rurales son definitivamente excluidos de la
dinámica propia del mercado. El Estado ha dejado en situación de abandono a la
pequeña agricultura, a la que se dedican en su mayoría los campesinos. Ellos carecen
del grado de especialización y tecnificación necesarias para competir en el mercado
agrícola que está “abriéndose” cada vez más hacia otros agentes económicos más
fuertes. Las desigualdades sociales imperantes impiden a los campesinos participar en la
esfera económica, y formarse para ello. Se señaló en el primer día que en la comunidad
de Quiñala en Cuzco más del 60 % de los estudiantes estaba en un estado de
desnutrición que les impedía aprovechar el proceso de aprendizaje y lograr alguna clase
de desarrollo intelectual significativo en las escuelas. Esta situación de desventaja
obstaculiza las posibilidades de acceder a la educación técnica o universitaria
La discriminación racial y cultural constituye uno de los males históricos de nuestro
país. Como señaló agudamente uno de los ponentes, si bien la Reforma Agraria de
Velasco hirió de muerte el sistema económico y las instituciones propias de la república
aristocrática y oligárquica, no logró erradicar la mentalidad racista y excluyente que las
acompañaba, aun está sedimentada en el terreno de las costumbres. El racismo es una
actitud social, que apela a la valoración diferenciada de las personas en función de las
características de sus cuerpos: pretende hacer pasar como una cuestión de fatalidad lo
que es realmente una injusticia, un fenómeno social que puede ser combatido y
eliminado en virtud del cambio de las mentalidades y la reforma de las estructuras
sociales. No obstante, el comportamiento racista ha sido una constante en nuestra
historia. Los pobladores de la sierra han sido víctimas de esterilizaciones masivas –
¿acaso una forma soterrada y parcial de ‘limpieza étnica’? – y constituyen el sector más
golpeado por la violencia subversiva y represiva en los años del conflicto armado
interno. El Informe Final de la CVR ha señalado cómo la tortura y la agresión física
incluían en su dinámica nefasta formas de humillación verbal que evocaban
connotaciones raciales.
Uno de los más graves problemas vinculados al racismo radica en que la actitud racista
puede generar formas de ausencia de reconocimiento que producen falsas imágenes que
las víctimas de la discriminación interiorizan y merman su autoestima. Si la pertenencia
cultural y la etnia son factores que intervienen decisivamente en los procesos sociales de
la construcción de la identidad del individuo, entonces el falso reconocimiento – que
introduce el autodesprecio en la descripción del yo – conspira a favor de la constitución
de identidades distorsionadas y alienantes (Cfr. Taylor, Charles El multiculturalismo y la política del reconocimiento México, FCE 1993. ). Se genera así una identidad lesionada que
termina actuando en complicidad con los mecanismos sociales que configuran la
discriminación desde los sectores de poder e influencia política y económica. Esta
situación se agrava si tomamos en cuenta que la segregación racial se cruza con otras
formas de irrespeto y violencia: la exclusión socioeconómica, la discriminación
generacional y de género, formando lo que uno de los ponentes llamaba un nudo
gordiano de la experiencia de la exclusión. Es preciso explorar varios frentes: el
político, el intercultural y el socioeconómico para propiciar un cambio de las
mentalidades y las estructuras.
Las posiciones extremistas que reivindican lo étnico y racial apelando con frecuencia a
la violencia y a actitudes autoritarias – siguiendo la estela de los conflictos ecuatorianos
y bolivianos – constituyen reacciones frente a la violencia originada por el racismo y la
ausencia de reconocimiento debido a las culturas diferentes. Como hemos señalado, el
movimiento etnocacerista – que cuenta con cierta aceptación en ciertas zonas del país,
por ejemplo en Andahuaylas – y ciertos movimientos cocaleros se cuentan en este
grupo, que pretende proyectar instrumentalmente la cuestión étnica hacia la esfera
política.
2.2.- Una propuesta de inspiración ‘liberal’.
Una de las ponencias del foro ha tenido el mérito de elaborar una propuesta original –
hilvanada desde los campos de la antropología y la teoría política – que pretende
recuperar una clase de argumentación heredera de la tradición política liberal que
permitiría desenmascarar el talante autoritario (y políticamente destructivo) de ciertos
programas fundamentalistas vinculados a la reivindicación de lo étnico.
La tesis es sugerente y novedosa en el debate académico nacional. Se trata de colaborar
con la construcción de una cultura política en la que las cuestiones vinculadas a la
pertenencia cultural y el grupo étnico formen parte del dominio de lo privado,
pertenezcan al ámbito del diseño personal del “estilo de vida” – junto a los hábitos y
preferencias subjetivas -, manteniéndose al margen de la discusión sobre lo propiamente
político, correspondiente a la esfera pública. Esta posición subraya el hecho que las
cuestiones étnicas, al ser proyectadas hacia el campo político (por ejemplo, la
construcción de partidos étnicos), promueven irremediablemente la destrucción del
concepto de ciudadanía.
Lo que esta perspectiva quiere evitar es que el individuo pierda progresivamente las
condiciones del ejercicio de su autonomía frente a las demandas de los grupos étnico –
culturales, y que termine disolviéndose en el colectivo. La participación en la esfera
política moderna implica necesariamente la preservación de las libertades individuales
sobre las comunidades de memoria. La ponencia mencionada pone énfasis en el hecho
que la identidad cultural constituye – al menos en parte – materia de elección de parte
del sujeto. En una perspectiva liberal, el individuo posee el derecho de asumir o
abandonar sus identidades culturales, o adoptar nuevas formas de vida: en esa línea de
pensamiento, evoca el caso de Maxwell, personaje de El zorro de arriba y el zorro de
abajo, el “gringo” que descubre su intensa afinidad con la cultura andina, y que decide
“acholarse”, vale decir, elige adquirir una identidad cultural, originalmente distante,
pero que responde a su sensibilidad y a sus propósitos de vida.
Este enfoque pone de manifiesto los peligros del fundamentalismo de inspiración étnico
– cultural; no obstante, puede soslayar algunas consideraciones importantes respecto de
la relevancia de las formas de vida cultural en la construcción de la identidad. La
pertenencia cultural no puede reducirse sin más al ámbito de la vida íntima: si bien es
justo y preciso señalar que la configuración de ‘partidos étnicos’ pone en peligro la
ciudadanía democrática, no es menos cierto que, en determinados contextos, la
reivindicación de derechos de pertenencia cultural – por ejemplo, en la defensa de
políticas educativas multilingües y multiculturales –impulsa más bien la afirmación de
políticas democráticas conducentes al reconocimiento de la diversidad cultural.
3.- Consideraciones finales.
El fundamentalismo y el desarraigo no constituyen alternativas razonables para quien
enfrente desde la democracia y la cultura de los derechos humanos los desafíos
planteados por el problema de la relación entre la etnicidad y la exclusión social. La
pertenencia cultural y la lealtad a los grupos de origen constituyen elementos centrales
para la identidad de muchos peruanos, pero estos vínculos y valoraciones no tendrían
porqué socavar las formas de libertad subjetiva que exige el ejercicio de la ciudadanía.
Es preciso destacar en este sentido que la etnia y la cultura no constituyen los únicos
elementos constitutivos de las identidades: el género, el activismo cívico o religioso, la
participación en asociaciones voluntarias de diversa especie son también dimensiones
de la vida del individuo que contribuyen a definir su autoconciencia y estilo de vida.
Sería preciso en este contexto hablar de identidades plurales.
Si nos concentramos en la matriz étnica y cultural de la identidad, resulta claro que
necesitamos ir más allá de categorías como “lo andino” y “lo amazónico”, que son
nociones todavía generales; es necesario profundizar en el horizonte concreto de las
identidades locales. Recuperar nuestros mitos, entonar nuestras canciones tradicionales
y practicar nuestros ritos equivale a perseverar en una identidad puntual cuyo contexto
está en las comunidades locales. El recurso a términos genéricos como “lo andino” y “lo
selvático” puede eliminar estas diferencias internas, y reproducir a su vez formas sutiles
de exclusión y homogenización cultural.
La cultura democrática promueve formas abiertas – plurales – de identidad, que dejan
espacio a la reinterpretación de la pertenencia cultural, la reconstrucción y la elección de
la propia forma de vida. En particular, llama nuestra atención sobre el hecho que las
diversas dimensiones de la identidad del individuo se ‘cruzan’ con la ciudadanía – el
elemento de nuestra identidad política y legal – que evidencia nuestra condición de
titulares de derechos universales que no pueden ser suprimidos o conculcados ni
siquiera por las demandas culturales. Antes bien, nuestra condición de ciudadanos nos
compromete a luchar – a través de los canales democráticos que establece la ley – para
que la voz de las diferentes culturas pueda ser escuchada en la esfera pública (tanto en el
ámbito del Estado como en el de la sociedad civil), de modo que apuntemos a sentar las
bases de una cultura cívica y una sensibilidad constitucional que promueva el diálogo
intercultural en pie de igualdad, así como implemente políticas de inclusión que lo
hagan estructuralmente posible.
En esta línea de reflexión las políticas de reconocimiento intercultural y multilingüístico
– imprescindibles en el nivel de la cultura, la educación y el acceso a la administración
de justicia – requieren de políticas sociales en materia de servicios básicos que atiendan
las necesidades de los sectores menos favorecidos de las zonas rurales del país. Es
preciso promover estrategias de desarrollo tanto desde el Estado como desde el sector
privado. Como Amartya Sen ha señalado, la situación de pobreza produce en los que la
padecen una pérdida (con frecuencia irreparable) de libertades y de oportunidades en lo
relativo al desarrollo de sus capacidades humanas: sin la satisfacción de las necesidades
básicas, el pobre y marginado se ve imposibilitado de convertirse en un agente
económico y político.
La complejidad de la relación entre el factor étnico y cultural y las formas de exclusión
social exigen el fortalecimiento y la difusión de los estudios críticos sobre los conflictos
culturales, la discriminación y el racismo, en estrecho vínculo con el problema de la
violencia y el de la afirmación de la cultura de los derechos humanos. La comprensión
defectuosa o insuficiente de las formas sociales y culturales de exclusión – así como del
imaginario que a ellas subyace - las convierte en invisibles y clandestinas, o permiten
que las conductas discriminatorias y sus condiciones de posibilidad aparezcan como
“naturales” o “normales” en nuestra vida social. Reconocer el daño, llamarlo por su
nombre, conocer sus dimensiones privadas y públicas, constituye el primer paso para
erradicarlo de nuestras prácticas sociales.
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